La última entrada hablaba de “tener un Lábicum”, que era el lugar donde de vez en cuando reposaba Julio César para pensar. También el Papa de Roma tiene Castellgandolfo, el Presidente de los Estados Unidos de América, Camp David y el de Francia varios Châteaux.
Creo que casi todos coincidimos en que durante unos días al año -a lo bestia en España en verano y más suavemente en el mundo- quien más, quien menos, necesita sus días de asueto con la sana esperanza de pensar distinto, ver desde lejos y situarse en su particular mundo para responder al clásico “dónde estamos”. El motor no es siempre el egoísmo, el cansancio y las ganas de reparación. Afortunadamente hay más.
Cada vez creo menos en la casualidad. Hace tan sólo tres días andábamos dos colegas por la estación de Atocha y nos detuvimos frente a una exposición de libros de ocasión. Mi compañero cogió uno de dinosaurios para uno de sus hijos y para otra compinche pillamos uno del Punset… “¿y tú?” -me preguntó… “Pues me quedo con el Pequeño Príncipe que ha aparecido debajo del que acabamos de seleccionar…” “¿Por qué éste?”. “Porque creo en la casualidad. Además, tengo la teoría de que los libros te llaman, te avisan misteriosamente desde su aburrido estado de exposición. Y aunque lo haya leído varias veces, me apetece”. Tres euros. Gracias.
El Principito, lo saben Uds., es la historia de un niño que abandona su pequeña estrella (asteroide B612) que consta principalmente de dos pequeños volcanes activos, uno inactivo y una rosa a la que cuidar. En su viaje estelar, topa con un rey sin súbditos, con un vanidoso cuya única aspiración consiste en recibir halagos, con un hombre de negocios que se dedica a hacer números sin parar -a contar- con un farolero que enciende y apaga su fanal en frenética actividad (porque en su planeta noche y día se sucedían sin descanso), y con un geógrafo dedicado a registrar todo lo que no cambia (montañas, estrellas, y mares).
Nuestro protagonista aterriza finalmente en la tierra, y allí -quiero decir, aquí-, después de hablar con una serpiente, un zorro y un guardarrail entiende que tiene que volver.
“Los hombres no tienen raíces y eso les fastidia mucho”. “Los hombres no tienen imaginación. Repiten sólo lo que se les dice”. “Los hombres no persiguen nada. No están contentos con lo que tienen”.”Ahorran tiempo y no saben para qué”. “Cultivan miles de rosas en el jardín y no encuentran lo que buscan”…
El Principito dejó su planeta en orden, deshollinó sus volcanes antes de partir y se despidió de su rosa sin saber demasiado por qué. El terrenal zorro le dio las claves. “Tú tienes una rosa, vete a ver miles de rosas… y comprenderás que la tuya es la única en el mundo”… “Lo que veo es corteza -se quejaba el pequeño príncipe- cuando resulta que lo más importante es invisible”…”lo esencial es invisible a los ojos… sólo se ve bien con el corazón”. Como es un libro para niños, no he entendido nunca ni porqué se fue ni por qué volvió. Supongo que necesitaba la amistad del único habitante de su asteroide… De la rosa extremadamente caprichosa que se quejaba todo el rato de corrientes de aire…
Demos gracias de lo que hemos tenido, de lo que tenemos y evitemos pensar en lo que hubiésemos podido tener o hemos perdido. Además de con dineros también estamos obligados, como seres humanos a hacer nuestro propio balance y como el astrónomo de la novela a contar estrellas para regalar. Aunque no sean nuestras…
Volviendo a Atocha cogimos un taxi. El conductor -José- derrochaba un vitalismo desbordado. “¿Saben que tengo un cáncer?” espetó… “¿Cuál?” “La edad. Soy economista, tengo un máster, he tenido puestos de responsabilidad en dos empresas, me despidieron, hipotequé mi casa y ahora me dedico al taxi para sacar adelante la familia”. “Tengo a su disposición cargadores de teléfono móvil, de ordenador y un pinganillo por si quieren conectarse a internet. Hablo inglés y estoy aprendiendo francés”. Ideas e ilusión no le faltan a José. Y le irá bien porque mira hacia adelante. Y valora lo que tiene.
Le Petit Prince