Me dijo el amigo Rodolfo hace años:
-¿Y quién juzga al juez?¿Ante quién rinde cuentas el auditor?
Y no le dí más importancia…¡Y la tenía! ¡Vaya que si la tenía!.
Basta leer los periódicos día sí y día también para comprobar que es tema de feroz actualidad.
Es inapelable el hecho de que las personas humanas somos una suma más o menos ordenada de sentimientos y convicciones… pero ello no obsta para que quien ha de impartir justicia deba, si no serlo, como mínimo mostrarse independiente. Claro que sí. Aunque piense o milite o se decante, debería carecer de opinión política pública, no manifestar criterio sobre las leyes que el parlamento aprobó y nunca perfilarse como un afín de izquierdas o de derechas.
Cualquier manifestación que haga nos hará sospechar que no es capaz de impartir justicia, es decir, de ser objetivo e imparcial en la aplicación de la ley.
La ley es “iusta” (Lex iniusta non est Lex) por definición.
Como la mujer del César, recién nombrado Cónsul y Dictador Perpetuo, que decidió divorciarse sin pruebas concluyentes contra ella ya que a su entender debía estar por encima de toda sospecha-…
-No basta con que sea honrada, debe parecerlo- dijo.
Y al juez que se mueva de esta línea tan clara habrá que recordarle el peso de la imprescindible objetividad. Su poder está respaldado por la opinión ciudadana que fragua las leyes en el parlamento. Que es la soberana.
Y si le cuesta mantenerla, habrá otra que relegarle a otra función menos pública y sacrificada.
Cuesta entender cómo estos temas tan obvios son con tanta frecuencia, primera plana de los periódicos.
Antonio Agustín