Su escuela, única y feliz, ha sido la de Coca-Cola, donde pasó un montón de años. Años aquí y años allá que, reconoce, fueron las mejores aulas y profesores por el cambio de aires que implicaron y por la cultura que aportaron conviviendo con repartidores y vendedores. En esta gran casa pasó de junior a senior y de jefecillo a gerifalte nacional.
Recaló durante unos años, al acabar sus servicios con la chispa de la vida, en el mundo de los servicios, que le dio tiempo para pensar —lo pasó mal, confiesa sin pudor— y decidir que lo suyo era volver al tajo anterior. Lo bueno es que acertó plenamente al tener la oportunidad de dirigir el segundo fabricante-vendedor de bebidas de España (en este caso nacional) con el objetivo principal de unificar criterios de dos lineas, familias y pensamientos diversos: los de Mahou y los de San Miguel.
No es poco conseguirlo y mantenerlo sin ruido. Y de esto, quien más y quien menos sabe algo, y en especial lo difícil que resulta aplacar personalismos y superar tópicos viejos.
Con aspecto de niño bueno, dócil y estudioso, lo mejor que tiene, por encima de inteligencia emocional, buen rollo o resolución estratégica, es su reputación: resulta misión imposible encontrar a alguien que hable mal, ni tan siquiera regular, de él.
Si los demás vivimos en un mundo que divide entre los nuestros y los otros; él, por el contrario, vive en otro que los clasifica entre los suyos y los suyos. Donde caben todos.
Como mínimo, se nos ocurren cuatro buenas faenas (esta palabra no es en absoluto gratuita…) en las que anda metido:
«Todos los competidores son buenos para mejorar», le oímos comentar con frecuencia. Que nadie lo dude: cree fielmente en ello.
Huye de los boatos y de las loas —como alguien pueda pensar que es ésta— como «un ave de la trampa del cazador» (Salmos, 124: 7). Y, sin embargo, para todos los de dentro y de fuera está siempre, entre el Alberto y el Don Alberto. Porque siempre está ahí. Maravilloso.
Le cuesta hablar sobre sí mismo —incluso en comités micro— en primera persona porque prefiere conjugar, y a la perfección, el nosotros.
Tiene, como todos los hombres y mujeres que han hecho mucho, su particular espacio dedicado a los demás ayudando a los que se encuentren en desasosiego por cambios profesionales, como el que vivió en el interín antes de entrar en MSM.
Nos gusta mucho también comprobar con Alberto Rodriguez-Toquero que el cabronazgo —aunque existe— no es la única manera de dirigir, motivar y conseguir adhesiones inquebrantables. Conseguir usar la vara de general, que también le toca de sangre, sin broncas y sin las clásicas explicaciones «porque yo lo digo», es sin duda otro de sus mayores éxitos.
Quienes trabajan con él aprenden a conocer bien dónde están los límites, qué entra y qué queda fuera de sus funciones y que el justo reconocimiento lleva a considerar MSM uno de los mejores places to work.
Una cena normal con Alberto hace unos meses en la que hablamos de la familia, la vida, los amigos, las aspiraciones, las inquietudes personales y un poco —muy poco— del sector, me confirmó lo que ya sabía de hace años: que este escrito no sería bien recibido por su natural modestia aunque sea uno de los más merecidos.
Antonio Agustín
Consejero, escritor y experto en distribución